+ El Estado mexicano da pasos en reversa, sin entender la dimensión del problema
Son al menos tres circunstancias las que hoy corren en los carriles paralelos que parecen tener como rumbo el infierno para México: la primera de ellas es la imparable violencia criminal, que no tiene forma ni fin; la segunda, es la brutal demostración de impunidad que significa el robo de combustible de los ductos de Pemex, sin que nadie lo haya logrado frenar a pesar de que es un problema añejo y ampliamente documentado por todos, menos por las autoridades; y la tercera circunstancia es el crecimiento acelerado de las agresiones contra comunicadores. Si alguien buscara ejemplos de un coctel de la ignominia, hoy México podría ser un inmejorable ejemplo.
En efecto, las tres circunstancias son demostraciones más o menos similares de un mismo problema. En México parecemos haber llegado al extremo de la incapacidad del Estado para aplicar la ley, y ello se refleja en el cúmulo de circunstancias que hoy tienen como un doloroso leitmotiv de impunidad, de dolor y de soledad de la sociedad mexicana frente a los problemas que, en conjunto, tienen completamente rebasado al Estado y asolada a la gente en amplias regiones del país.
En esa lógica, por ejemplo, no resulta exagerado preguntarnos qué tipo de conflicto enfrenta el país. Hay quienes dicen, por ejemplo, que el país sí atraviesa por lo que podría ser algo equiparable a una guerra civil, a partir de circunstancias objetivas tales como el altísimo número de muertos que tiene el país, o la incapacidad del Estado de detener a quienes ponen en entredicho el imperio de la ley, e incluso por la articulación que han demostrado tener las organizaciones que todos los días intentan contrarrestar las acciones que el gobierno impulsa para detenerlos.
Acaso, podría decirse en descargo de la idea anterior, que en México no se vive una guerra civil porque dentro de la violencia no existen los elementos políticos que pudieran llevarnos a suponer que la violencia tiene como objetivo el cambio de régimen, o una idea más o menos parecida. ¿Es esto real?
En realidad, el crimen organizado hoy no establece como una de sus líneas de acción —y de violencia— el derrocamiento del Presidente de la República o el establecimiento de un gobierno distinto. Sin embargo, en el fondo, pareciera que de facto sí existe tal voluntad no a nivel del gobierno federal, aunque a estas alturas ha quedado claro que los cárteles de la delincuencia organizada sí han logrado infiltrar, intimidar o someter a autoridades que van desde presidentes municipales, jefes y fuerzas policiacas completas, e incluso funcionarios de primer nivel en el ámbito de las entidades federativas, y hasta gobernadores.
Por esa razón, a pesar de lo que se diga, es claro que sí existen ingredientes que ponen en evidencia el ingrediente político implícito que está en ello. Y el círculo vicioso se cierra cuando se evidencia que de forma sistemática, el propio Estado se ha dedicado a proteger y a negar la existencia de esos altísimos índices de corrupción entre sus funcionarios, y por acción u omisión se ha dedicado a encubrirlos y protegerlos.
INCERTIDUMBRE TOTAL
De hecho, en la búsqueda de criterios más o menos objetivos —es decir, más allá de si se quiere o no cambiar al régimen a través de la vía violenta organizada— sobre el tema, la semana pasada el periodista Raymundo Riva Palacio citaba los ofrecidos por Virginia Page de la Universidad de Columbia (http://bit.ly/2pW9ihD). Según Riva Palacio, en un estudio sobre paz y guerras civiles, la autora establece cinco criterios que definen un conflicto armado como guerra civil, que en México se cumplen todos: la guerra ha causado más de mil muertos; representa un desafío a la soberanía de un Estado internacionalmente reconocido; ocurre dentro de las fronteras de ese Estado; involucra al Estado como uno de los principales combatientes; y los rebeldes son capaces de mantener una oposición militar organizada y causar víctimas significativas al Estado. Como recordatorio, durante el primer trimestre de este año hubo seis mil 511 denuncias de homicidio doloso en el país; es decir, seis veces más de la cantidad estándar para calificar un conflicto como una guerra civil.
Siguiendo a Riva Palacio, este apunta que las autoridades han negado, desde el gobierno de Calderón, que se viva una guerra civil. Es una guerra contra criminales, dijo siempre el expresidente. En el gobierno de Peña Nieto, mientras las fuerzas de seguridad federales dejaron de combatir criminales durante ocho meses, se hizo algo que sólo se había visto en la guerra de Bosnia en los 90: el gobierno armó a un grupo (las autodefensas en Michoacán) para combatir y aniquilar a otro grupo (Los Caballeros Templarios). El gobierno peñista no tiene en su vocabulario político la palabra ‘guerra’, pero las acciones extraconstitucionales en Michoacán entran en la tipología del genocidio, razón por la cual se está armando un expediente en Estados Unidos contra el presidente Peña Nieto, para llevarlo a una corte internacional, acusado de crímenes de lesa humanidad. Por sus omisiones y negligencias con sus estrategias fallidas e ilegales, dice Riva Palacio, como apoyar a miembros de la delincuencia organizada para ‘limpiar’ de criminales a Michoacán, el gobierno ha contribuido a la creación o consolidación de zonas donde la guerra es abierta.
A todo esto habría que agregarle el drama nacional que significa el auge del llamado “huachicol”. ¿Qué es eso? Es nada menos que la piratería y el robo a cielo abierto llevado a su máxima expresión. Antes nos sorprendíamos por los mercados de pulgas en los que vendían algunos objetos robados, o productos introducidos al país a través del contrabando para evitar el pago de impuestos.
Hoy todos esos mercados siguen existiendo, florecientes, al amparo de un negocio todavía mayor que evidencia el nivel de impunidad que impera en México. La venta del combustible robado significa una de las mayores y más funestas expresiones que existen de cómo el desafío descarado al Estado de Derecho puede convertirse en uno de los mayores negocios de nuestro tiempo, acaso sólo por debajo del narcotráfico, pero sí similar a otras formas de delincuencia organizada.
Ello significa, en el fondo, que se perdió todo pudor y que entonces hay un nivel superior de desafío: criminales roban el combustible en zonas que son ampliamente conocidas, para luego llevarlo a estaciones de servicio donde nos vuelven a robar con litros incompletos, y en donde se vuelven a burlarse de la autoridad que ni puede detener la extracción ilegal de gasolina y diesel de los ductos, y tampoco puede frenar a quienes no sólo compran para revender combustible robado, sino que también lavan dinero al ingresar cantidades millonarias por concepto de esas ventas, cuando nadie sabe —bueno, sí, todos sabemos que le compran la gasolina robada a los huachicoleros— de dónde la obtuvieron porque no se la compraron a Pemex, que hasta hoy es el único distribuidor de gasolina al mayoreo en nuestro país.
CALLAR LA REALIDAD
Todo eso se enmarca en un problema aún más doloroso: las agresiones contra periodistas. Pues no sólo se trata del número de reporteros y comunicadores que han sido asesinados —y que pone a México en un espacio vergonzante frente a la comunidad internacional, que ni en conjunto concentra tantas agresiones a comunicadores— sino de todo lo que se está callando y dejando de contar sobre la realidad nacional. Si solo hay algo peor que la censura, llamado autocensura, ¿cuántos periodistas en México prefieren no registrar los acontecimientos diarios por miedo a la impunidad que los somete? Es una pregunta de muy largo aliento en nuestro país.