Andrés Manuel López Obrador gozará de una mayoría legislativa sin precedentes durante la primera mitad de su gobierno, pero ello debe constituir una oportunidad y no una amenaza frente a la Constitución y las leyes. Para que sea así, su mayoría legislativa debe ser vista como un elemento a favor para la reestructuración del gobierno y los factores de poder, pero no para el cumplimiento de caprichos o ambiciones no relacionadas con la cuarta transformación que AMLO le prometió a los electores, y por la que más de 30 millones de ellos votaron por él. Para ello, debe haber mayorías y minorías acordes con la democracia en evolución que se supone que queremos.
En efecto, López Obrador ha planteado una serie de cambios relacionados con su proyecto de nación. Aunque éste no ha sido más que esbozado, el Presidente Electo ha hecho diversos anuncios que, para ser cumplidos, tendrían necesariamente que pasar por reformas legales e incluso a la Constitución. Cuenta con la valiosísima herramienta de la holgada mayoría legislativa que los electores le dieron en las urnas el 1 de julio. Y no sólo eso: contará también con el control de más de 17 legislaturas estatales, que son las necesarias para complementar el proceso dificultado de reformas a la Constitución federal, previsto en su artículo 135.
Frente a ello vale la pena preguntarse no sólo qué papel jugarán las fuerzas opositoras a partir del 15 de septiembre —fecha en que se renueva la integración de las dos cámaras del Congreso de la Unión—, sino también qué papel jugará la amplia mayoría de Morena, y quienes puedan ser sus aliados. Lo natural y lo lineal será pensar, en primer término, que como partido, el Movimiento de Regeneración Nacional se plegará a las necesidades de nuevas leyes y reformas que pueda plantear el nuevo Presidente, y que las respaldaría incluso inopinadamente.
En esa misma lógica, podría también plantearse una cuestión concomitante: qué papel jugará la oposición, que si bien será minúscula frente al poder que la voluntad popular le dio al partido del nuevo Presidente, sí será el espacio que podría llegar a representar a las minorías que no votaron por Andrés Manuel ni por Morena, y que ahora parece que se encuentran en una especie de situación de orfandad frente al poder avasallante de los ganadores.
En la búsqueda de equilibrios entre ganadores y perdedores existe —o debería existir— una gama enorme de matices, para que ni los ganadores terminen siendo la oficialía de partes legislativa de los cambios y necesidades del Presidente, ni los opositores terminen siendo un grupúsculo arrinconado que decide colaborar con la mayoría a cambio de algunos favores, o para evitar la pérdida de algunos de los privilegios que le pudieran ofrecer desde el sector público.
¿Qué se necesita? Se necesita, en este nuevo contexto, una oposición que sea firme y congruente, independientemente de su número y posición; y también se necesitaría un oficialismo capaz de no ser un satélite del nuevo Hombre Fuerte del país, sino un contrapeso interno frente a las decisiones que pueden ser parte de un proyecto de país, pero que también pueden ser el dintel para las tentaciones no democráticas. En la definición de mayorías y minorías deberá quedar definido mucho del rumbo que necesita México no sólo para sostener este cambio de rumbo, sino sobre todo para fortalecer su democracia.
MAYORÍAS Y MINORÍAS
México no había tenido mayorías legislativas desde los tiempos del régimen de partido hegemónico. La última mayoría absoluta del PRI fue desmantelada en la elección federal intermedia de 1997, y desde entonces la pluralidad ha sido el signo distintivo del ejercicio legislativo, y de su relación con los presidentes de entonces a la fecha.
Ernesto Zedillo no sólo fue quien perdió la mayoría legislativa del PRI, sino que también entregó la Presidencia al PAN. Vicente Fox no logró nunca la mayoría y, de hecho, Felipe Calderón fue un Presidente que ejerció los seis años de su mandato con minoría en las cámaras legislativas federales. Enrique Peña Nieto cambió las coordenadas, al construir una mayoría artificial a través del Pacto por México.
Muchos de los que ahora militan y nutren la fuerza de Morena, fueron los mismos que señalaron y criticaron tanto el hecho de que el Pacto era producto de un acuerdo político entre cúpulas, y no de la voluntad popular para reformar la Constitución; y que las características del Pacto, y las condiciones bajo las que establecieron el catálogo de reformas, desconsideraban a la ciudadanía y degradaban al Poder Legislativo al haberlo convertido en una especie de oficialía de partes de los proyectos reformistas que se habían discutido y acordado en otras arenas que no eran las del debate legislativo.
Hoy, esas personas y grupos que en aquel entonces denunciaron las arbitrariedades y la desconsideración del Pacto respecto a la voluntad popular, ¿serán capaces de establecer sus propias coordenadas frente a las necesidades y los dictados de Andrés Manuel, o serán la versión renovada de aquella “oficialía de partes legislativa” que tanto denunciaron, cuando el acuerdo cupular constituyó una mayoría artificial a través del Pacto por México entre el PRI, el PAN y el PRD?
Evidentemente, lo sano y lo democráticamente coherente, sería que Morena fuera una mayoría aliada con el Presidente, pero no una mayoría acrítica. Lo primero tendría que significar la posibilidad de que las bancadas de Morena tanto en las dos cámaras legislativas federales, como en los Congresos estatales —todo ello es necesario para llevar a cabo una reforma constitucional— tuvieran sus propias consideraciones respecto a los proyectos reformistas del nuevo Presidente. El problema es que tanto Morena como Andrés Manuel no se han caracterizado, hasta ahora, por ser afines y tolerantes a los disensos y a las alternativas frente a los planteamientos establecidos desde la verticalidad del poder.
DISYUNTIVA
En realidad, una de las cuestiones que resultan más relevantes en este sentido, es la relativa a que el poder público y las mayorías no terminen siendo la herramienta propia del autoritarismo. La voluntad popular en México volvió a otorgar una mayoría 21 años después, quizá con la consideración de que el estado de madurez de nuestra democracia permitirá que, aún así, existan modificaciones equilibradas y que la mayoría sea sinónimo y muestra de civilidad, y no el preámbulo de las tentaciones que han ahogado a otras naciones frente a líderes absolutos. En el fondo, mucha de esa responsabilidad está depositada no en las minorías, sino justamente en la mayoría legislativa que debe ahora hacer su trabajo para bien de México, y no para poner en entredicho el delicado avance democrático de las últimas dos décadas.