Informe presencial: ¿De veras sirvió quitarlo?

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+ Presidente y Congreso: peleados… no sirven

 

No se concibe que en una democracia que se dice “madura”, como la nuestra, el Presidente no tenga capacidad de negociar ni de ser respetado por quienes integran el Congreso de la Unión, ni mucho menos que a éstos tampoco les interese escuchar y hacer posicionamientos claros respecto a lo que diga el Jefe del Poder Ejecutivo Federal.

Ante expresiones de esa naturaleza por parte de quienes son depositarios de los poderes del Estado, queda claro que algo anda mal (muy mal, podríamos decir) en nuestra democracia. El problema es que nadie tiene el ánimo de diagnosticar seriamente qué es eso que está mal, y sobre todo, nadie con poder tiene ganas de resolverlo.

El formato del informe presidencial fue modificado hace cuatro años, como parte de una serie de acuerdos políticos que pretendieron ser un primer intento de reforma política. Aunque inicialmente se hicieron pronunciamientos respecto a la modificación de aspectos sustanciales de la Constitución, en realidad el Presidente concedió, a través de su partido, la modificación a instituciones como el Instituto Federal Electoral, a cambio de que se le dieran más libertades en su actuación y en su relación con los poderes federales.

Se determinó a su favor, por ejemplo, que el formato del informe presidencial cambiaría para quedar en la simple presentación ante la Cámara de Diputados de un informe anual de gobierno aunque sólo por escrito, y a través de un emisario.

También se estipuló —por si ya nadie lo recuerda— que el Presidente ya no tenía que pedir permiso al Congreso para abandonar territorio nacional, sino únicamente cuando la ausencia rebasara determinado tiempo. El caso es que cuestiones como esas pretendieron “agilizar” el trabajo presidencial. Aunque en realidad fueron síntomas de que nadie tenía ánimos de una interacción sana y democrática entre poderes federales, ni siquiera por el asunto más mínimo.

Se supone que el formato de informe presidencial que incluía la presencia del Presidente de la República, y la emisión de un mensaje a la nación, en la instalación del primer periodo ordinario de sesiones del año corriente, tenía por objeto que éste informara del estado que guardaba la nación hasta el momento, y que también tuviera la oportunidad de escuchar el posicionamiento de los representantes del pueblo mexicano. Era, además, y aunque parezca extraño, una forma de convalidación de que la división de poderes, no significaría la disputa entre poderes.

Esta práctica, sin embargo, fue viciada por el presidencialismo priista, hasta convertirla en el llamado “Día del Presidente”. Durante las décadas de gobierno del partido hegemónico, el 1 de septiembre se convirtió en la fecha en el que el Mandatario afianzaba su calidad de Jefe Político de la nación, y era adulado y vituperado por todas las fuerzas políticas.

Sin embargo, el fin de reinado priista, la llegada abrupta de la democracia y la inmadurez de las fuerzas políticas para asumir el nuevo rol que les tocaba jugar, provocaron no sólo la extinción del Día del Presidente, sino también la ruptura de las relaciones institucionales entre poderes. En 2006, Vicente Fox —en buena medida por sus propios errores— fue incapaz de al menos ingresar al recinto legislativo para leer su informe de gobierno. Y el año siguiente, el presidente Calderón fue objeto de todo tipo de abucheos. Como si el interpelar ahí al Presidente resolviera, por sí solos, los grandes problemas nacionales.

 

PODERES PELEADOS

En adelante, el Presidente de la República no volvió a ir, para nada, al Congreso Federal. Éste se ha manifestado en todo tipo de ocasiones como un poder autónomo e independiente que no acepta la injerencia presidencial. Y aunque esa postura es válida y hasta plausible, lo cierto es que ello no debería ser el punto de partida de una trifulca en la que unos y otros no pueden hablar, y tampoco tienen interés en hacerlo.

En España, por ejemplo, el Presidente del Gobierno no sólo sí acude al Parlamento, sino que también debate directamente con los representantes populares que lo cuestionan e interpelan.

Ahí existe esa capacidad porque el hecho de polemizar no significa pelear ni mucho menos que eso termine en una disputa que pudiese llegar hasta otras instancias. Se supone que el diálogo y el disenso debían ser partes naturales de toda democracia, como también lo debería ser que esos disensos y esas polémicas fueran abiertas, fueran hechas en un marco de tolerancia, y que fueran hechas a favor del país desde todos los frentes. El problema es que en México no parece haber voluntad común de los hombres y las mujeres del poder, para cumplir con esas exigencias democráticas.

Dialogar no significa pelear, como tampoco debe significar necesariamente que por reunirse y compartir puntos de vista se deban hacer compromisos oscuros ni componendas secretas. Ese “sospechosismo” permanente, es lo que, en buena medida, en México impide que los representantes federales puedan tener diálogos abiertos, fluidos y de cara a la sociedad. Nunca se reúnen, y cuando lo hacen es sólo o para pelear, o para transar ciertos beneficios comunes.

Pero queda claro que eso no debiera ocurrir en un país como el nuestro, en donde hay tantos problemas y tantas necesidades urgentes e importantes por satisfacer. El hecho de que los poderes tengan relaciones deterioradas o nulas, habla de la poca madurez y capacidad que tienen nuestros actores y fuerzas políticas para construir esos acuerdos y esas estrategias que finalmente no le servirán a sus respectivos partidos, sino que nos servirán a todos.

En la medida que no entendamos eso, veremos cómo nuestra democracia se continúa desgastando, y cómo nuestro país se sigue sumiendo en el atraso, en las manos de los criminales organizados, y en la falta de competitividad que hoy de nuevo nos tiene en la tablita frente a la nueva incertidumbre y nerviosismo de los mercados internacionales. Si no acordamos no habrá nada. Aguas.

 

VOLVER AL PRIMITIVISMO

Una de las primeras garantías que se estableció en los marcos jurídicos contemporáneos, fue la de la libre expresión. Hoy, la constante agresión que sufren los trabajadores de la información (aunque al molestar a uno, nos molestan a todos), es un reflejo clarísimo del nivel de respeto a los derechos humanos, y del nivel real de compromiso que existe por parte del Estado para cumplir con las aspiraciones comunes de la Constitución. Qué lamentable.

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