+ Democracias civilizadas, incluso México, han demostrado lo contrario
Donald Trump lleva seis días en el gobierno y comenzó asustando al mundo con la emisión de una serie de ‘órdenes ejecutivas’ para tratar de cumplir con sus promesas de campaña. Ha firmado órdenes para la construcción del muro con México, para establecer la salida de Estados Unidos del Acuerdo Trans Pacífico; otras más para autorizar oleoductos que habían sido cancelados por el gobierno de Barack Obama, y para suspender fondos a las llamadas ‘ciudades santuario’ que ofrecen derechos y servicios a inmigrantes indocumentados. El mundo está asustado con sus acciones. Pero, ¿en una democracia madura —y en algunos sentidos hasta modélica— como la estadounidense, de verdad Trump podrá gobernar sólo por decreto?
En efecto, Estados Unidos ha sido, con y sus errores y excesos, un modelo para las democracias contemporáneas en el mundo. Si consideramos el tránsito continental de la democracia durante el siglo XX, podremos ver que mientras la mayoría de los países latinoamericanos pasaron por dictaduras y gobiernos autoritarios —en el caso de México, por el largo régimen de partido hegemónico, que simuló un ejercicio democrático hasta los albores del siglo XXI—, la democracia estadounidense fue la única estable y capaz de mantener su estructura republicana, de división de poderes, y de frenos y contrapesos, que fue una de sus diferencias específicas fundamentales con las demás naciones, desde que apareció en el concierto internacional.
Acaso en las últimas tres décadas, en todos los países hemos visto cómo la estructura de la mayoría de los Estados en el continente se ha ido robusteciendo, y cómo a pesar de las experiencias complejas de Venezuela, Bolivia o Cuba, la mayoría de los países ha ido hallando su equilibrio democrático: esa estructura en la que ninguno de los poderes tiene capacidad de aplastar al otro, y en el que funcionan cada vez de mejor manera los frenos y contrapesos que rigen las relaciones republicanas y la división de poderes. Así, aún con sus intermitencias y momentos críticos, aquel silogismo de que el “el Presidente propone, y el Congreso dispone” paulatinamente ha ido ganando terreno en la mayoría de las democracias de nuestro convulso continente.
De todo eso, Estados Unidos ha sido también la muestra. A pesar de los vaivenes entre los regímenes republicanos y demócratas —con sus amplísimas diferencias ideológicas, y sus contrastantes programas de gobierno y hasta planteamientos sociales, políticos y morales—, lo que ha quedado claro es que ningún Presidente ha tenido la fuerza ni la capacidad de sobreponerse a los límites que le ha puesto el Congreso.
Muestras de ello hay abundantes: George W. Bush no pudo lanzar la guerra contra el islam al nivel que planeaba; Obama nunca pudo completar su reforma migratoria, ni consolidar la del sistema de salud, ni llevar a la ley muchas de sus medidas más progresistas. La razón, siempre, radicó en un Congreso fuerte que ha siempre limitado el poder de los sucesivos Presidentes y los ha contenido en sus deseos de materializar sin oposición sus respectivos programas de gobierno.
OTRAS EXPERIENCIAS
Incluso, en democracias menos maduras, como la mexicana, hoy es imposible que el Presidente gobierne por decreto. El presidente Enrique Peña Nieto ha intentado pasar a la historia por su programa reformista, que justamente se fue complicando en los últimos veinte años por la incapacidad de los tres presidentes anteriores (Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón) para lograr los consensos necesarios en el Congreso para sacar adelante temas como la reforma energética, educativa, laboral y financiera.
Peña Nieto lo logró justamente en el primer tercio de su gobierno gracias a la legitimidad que le daba el bono democrático con el que comenzó su gobierno. Es claro que hoy, en el último trecho de su gestión, ni en el mejor de sus sueños, Peña Nieto tendría la capacidad y la fuerza para lograr ni la mitad del consenso que logró para cualquiera de esas reformas.
Por esa razón hay que distinguir y asumir las bravuconadas de Trump. Lleva seis días en el poder y está intentando gobernar por decreto, en una expresión de moderno despotismo. Tiene mucho de fondo el hecho de que no haya considerado al Partido Republicano para impulsar sus acciones desde el Congreso —y que ese partido tampoco se haya expresado—, y que todo esté intentando consolidarlo a través de acciones ejecutivas, que serían lo que en nuestro sistema conocemos como decretos. Es claro que las capacidades presidenciales son amplias pero no omnímodas, y que será cuestión de tiempo para comenzar a ver qué relación entabla con el Congreso, y qué límites le ponen si es que los republicanos no quieren terminar siendo una comparsa de su propio Frankenstein.
Por eso la posición de México debe ser muy inteligente: cada agravio de Trump debe ser considerado, a pesar de que sea más lo que parezca que lo que realmente ocurra. El comercio con Estados Unidos posiblemente cambie en algunas condiciones, pero no terminará. La relación entre mexicanos y estadounidenses tampoco, porque en ambos lados de la frontera hay amistad y relaciones profundas frente a las que Trump y su odio no son reflejo homogéneo.
¿QUIÉN DEBE ESTAR MÁS PREOCUPADO?
México tiene mucho en juego, pero tiene más Estados Unidos: un payaso populista, mentiroso y bravucón, pondrá a prueba la madurez y la civilidad del sistema político estadounidense. Por eso, a los mexicanos nos preocupa lo que pasa. Pero si los estadounidenses son de verdad conscientes de los retos de su democracia, deberían estar aterrados por la afrenta y los riesgos de fondo que implica Trump, que parece empecinado en demostrar el agotamiento de las instituciones democráticas y la Constitución estadounidense.