+ En 2016 era un hombre moderado; hoy, calla y descalifica a sus oponentes
Hace menos de un año, Andrés Manuel López Obrador se dejaba ver como una persona prudente, capaz de entender que los tiempos políticos no podían estar por encima de las circunstancias nacionales. Todavía a principios de 2017, en el marco de la llegada de Donald Trump a la presidencia de la República, el tabasqueño se dijo dispuesto a unir esfuerzos con el presidente Enrique Peña Nieto para defender a los mexicanos. Poco le ha durado la moderación: igual que hace 12 años, en el momento de mayor popularidad, López Obrador está perdiendo la compostura y la prudencia al acusar y callar a quienes disienten de él. Esa fue su perdición en 2006 y, si no se contiene, podría ser la repetición de esa misma historia.
En efecto, son ampliamente conocidas las posturas intolerantes de López Obrador en 2006, cuando sonoramente llamaba “chachalaca” al Presidente de la República; cuando decidió mandar al diablo a las instituciones; o cuando denodadamente dijo que no asistiría a ninguno de los debates entre candidatos presidenciales, porque él no tenía nada que hablar con sus oponentes.
Esas actitudes, combinadas con las fuertes campañas en su contra que iniciaron sus opositores, lo llevaron a la derrota electoral de aquel año. López Obrador pareció entender que las actitudes de choque no eran bien recibidas por la ciudadanía, y de ahí pensó en su campaña amorosa en la contienda presidencial de 2012. Ya en aquellos momentos, Obrador habló de la instauración de una “república amorosa” e intentó darse una imagen más amigable. Incluso, su propio equipo de campaña impulsó estrategias como la de “AMLOVE” que intentaban moderar su imagen, suavizarla ante la ciudadanía, e invitarla a confiar nuevamente en él como una opción política alejada del choque cotidiano al que acostumbró en 2006.
En alguna medida lo consiguió, aunque en realidad eso no le fue suficiente para ser competitivo en la elección presidencial de 2012, la cual perdió por un margen irreversible de votos. Desde entonces, Obrador se dedicó a construir su propia plataforma partidista a través de la independencia del Movimiento de Regeneración Nacional de las filas del PRD, y al establecimiento de sus nuevas coordenadas para la construcción de una tercera candidatura presidencial.
Es evidente que esa tercera candidatura presidencial no habría sido posible sin el impulso que le dio la dramática caída en la confianza por parte de la población al gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, sobre todo durante la segunda mitad de su gestión. Esa desconfianza y los errores en que incurrió el Presidente y su administración, fueron el mayor impulso que ha recibido la candidatura presidencial del tabasqueño, quien nuevamente se presenta como el candidato a vencer en medio de un clima de crisis en todos los demás partidos.
Pareció inicialmente que López Obrador había entendido que no sólo se trata de ser el candidato más popular por las circunstancias y por la perseverancia, sino que esa figura de puntero había que construirla y mantenerla con base en las actitudes correctas. Así se entendía el cambio su postura frente a las circunstancias, e incluso la oferta de amnistía a “la mafia en el poder” si le entregaban pacíficamente la Presidencia en 2018. No obstante, los últimos acontecimientos revelan que la vena autoritaria, totalitaria e intolerante de López Obrador está a punto de jugarle una nueva mala pasada y que, o demuestra la prudencia necesaria de un Jefe de Estado, o puede terminar siendo una mala copia de su propia candidatura presidencial de 2006.
MODERACIÓN PERDIDA
A muchos sorprendió que en julio del año pasado, López Obrador se refiriera en términos muy moderados a la necesidad de reformar, no derogar, la legislación en materia educativa, y de mantener el principio de autoridad sin tratar de jugar a las vencidas con el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto. La primera sorpresa fue, en aquel momento, por el viraje a la moderación respecto a su discurso de respaldo a la CNTE que había lanzado apenas unos meses antes aquí en Oaxaca; pero sobre todo, esa declaración parecía revelar que, igual que en 2006, López Obrador estaría frenando justo en el límite para no desbocar el sistema de partidos, como el mecanismo único de acceso al poder político.
Y es que, en aquella ocasión López Obrador dijo que lo que buscaba al apoyar a la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, en la oposición a la reforma educativa, era la revisión de la ley y no su abrogación. López Obrador puntualizó que era necesario que se atendiera a una revisión exhaustiva de la reforma lo antes posible. “No se puede derogar reforma educativa, sería claudicación del Gobierno y no le conviene a nadie. Tiene que haber autoridad (…) No se puede derogar la reforma educativa, hay que revisarla en un periodo extraordinario antes del primero de septiembre”, expuso.
Esto tenía, en aquel momento, una significación particular porque López Obrador demostraba estar pensando en el 2018, y porque parecía saber que lo menos que podía hacer es incendiar al país para luego —según calculaba— recibir sus cenizas ya como Presidente de la República. En ese sentido, es notable la forma en cómo en aquel momento había establecido un nuevo punto de inflexión en el que no sólo estaba llamando a los maestros de la CNTE a que se moderaran y a que transigieran con el gobierno federal los nuevos términos de la evaluación docente, sino que tácitamente también estaba también reconociendo a la autoridad federal, y la necesidad de que esos principios institucionales prevalecieran.
Hoy, sin embargo, lejos de toda esa moderación, la situación de López Obrador parece nuevamente fuera de control. De hecho, la semana pasada, durante su gira por Estados Unidos, López Obrador afirmó que soldados del Ejército Mexicano participaron en los hechos de la noche de Iguala, cuando desaparecieron cuarenta y tres alumnos de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa.
En esa misma gira por la Unión Americana, López Obrador llamó provocador a Antonio Tizapa, padre de uno de los 43 normalistas desaparecidos en Iguala y luego, en dos ocasiones le gritó “cállate”. Tizapa le reclamaba que cuando Ángel Aguirre fue gobernador de Guerrero mataron a dos estudiantes de Ayotzinapa “y usted formaba parte del PRD”. También le recriminó su supuesta cercanía con el exalcalde de Iguala, José Luis Abarca. A los dichos de Tizapa, López Obrador le respondió que era un provocador y le pidió que le fuera a reclamar “al Ejército, a Peña, no a mi”, con lo que abrió un nuevo debate sobre la responsabilidad de las fuerzas armadas pero, sobre todo, por la imprudencia de lanzar acusaciones fáciles en contra del ejército cuando él busca ser Presidente, y por ende comandante supremo de las fuerzas armadas del país.
Al final, parece que López Obrador está nuevamente perdiendo la brújula de su comportamiento, y podría estar también reabriendo la ruta de la desconfianza, que tanto le ha costado en el pasado.
MORENA, SIN RUMBO
En el caso oaxaqueño, es sintomático el caso de Morena, que parece repetir la inestabilidad de su líder nacional. Sus dirigentes y legisladores se han dedicado a jugar a los espejos y a tomarle el pelo a los bisoños representantes priistas, que un día acuerdan con ellos en el Congreso, y al día siguiente son traicionados. Amén de que los diputados de Morena carecen en general de credibilidad, los más exhibidos son los diputados del PRI (y su coordinadora, María de las Nieves García Fernández), que deben pasar por momentos tan bochornosos como los de la malograda sesión legislativa anterior, que debió ser “reventada” antes de las salutaciones priistas a los 100 días de gobierno, ante el desequilibrio —ya casi natural— de los morenistas.