+ Gobierno debe reforzar indagatoria por normalistas, no transferirla
Es terrible para cualquier Estado que se jacta de democrático y garante de la ley, que tanto sus ciudadanos como su gobierno desconfíen de sus propias instituciones. Eso es exactamente lo que ocurre cuando está a punto de cumplirse un año de la detención-desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, y pareciera que el gobierno federal, los padres de los desaparecidos, y las instancias internacionales involucradas, apuestan a que sea una comisión o fiscalía ex profeso la que indague los hechos. Al parecer, nadie —ni el mismo Estado— confía en las instituciones del Estado.
En efecto, hoy nadie cree la llamada “verdad histórica” que construyó la Procuraduría General de la República desde hace más de nueve meses, gracias a un grupo de investigación internacional, que más parece haber venido por una consigna política que por tratar de realizar una indagatoria seria; mientras, los padres de los normalistas —quién sabe si accidental o deliberadamente— siguen confundiendo la responsabilidad internacional del Estado con lo criminal. Y el resultado es que un año después de esa tragedia nadie en México puede siguiera sostener alguna versión creíble y comprobable de los hechos y por eso pareciera que todos quieren descansar transfiriendo el deber de la investigación a una instancia —nacional o internacional— creada ex profeso.
¿Por qué lo quieren así? En un primer momento, pareciera que el gobierno federal está decidido a sostener la responsabilidad de la investigación, más por una cuestión de deber y decoro, que por estar verdaderamente convencido de que puede llegar a configurar una hipótesis comprobable de cómo ocurrieron los hechos. La PGR ha dicho que sus investigaciones sobre el destino de los desaparecidos cuentan con el aval de expertos de la UNAM y el Instituto Mexicano del Petróleo, y sin embargo titubeó en el instante mismo en que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) presentó sus primeras conclusiones de una investigación paralela.
No se trataba de que ambas hipótesis, y sus mecanismos de verificación, entraran en una ruta de choque. Más bien de lo que se trataba es de que cada uno lograra sostener no sólo sus argumentos, sino la base científica a través de la cual llegaron a ellas. Unos y otros no pudieron hacerlo a cabalidad, y por eso entraron en una polémica en la que ganó no la contundencia de las pruebas del GIEI sino el antigobiernismo y el escepticismo de una gran porción de la sociedad mexicana, e incluso de la comunidad internacional.
Por eso, en el fondo pareciera que la PGR está tratando de construir un escenario en el que, en algún momento, pueda construir una ruta encaminada a generar una instancia ex profeso para la investigación, o más aún, constituir una Comisión de la Verdad o ceder la jurisdicción de la investigación a una instancia internacional. Así, pareciera entonces que el mismo Estado dejó ya de creer en sus propias capacidades de esclarecer un hecho de naturaleza compleja como la desaparición de los 43 normalistas, y por eso, en su desánimo, podría en algún momento llegar a tener la convicción de entregar la investigación incluso en aras de que otros la desahogaran, para que el pueblo mexicano —no todos: sólo sus detractores— y la comunidad internacional creyese las conclusiones a que llegara la misma.
LA OPOSICIÓN NO REPARA EN EL DAÑO AL ESTADO
En los últimos días, los padres de los normalistas, y hasta algunos partidos de oposición al gobierno federal, han deslizado la posibilidad de que se cree una fiscalía especializada dentro de la PGR para investigar esos hechos; y otros han considerado que es necesario que sea una instancia internacional como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos la que se haga formalmente a cargo de las investigaciones para que entonces se “garantice” la imparcialidad y la profesionalidad de las conclusiones a las que se llegue.
Esa duda, y la intención, tienen exactamente la misma naturaleza que la incredulidad de la PGR. Ellos —y eso es natural— tampoco creen en el Estado. Pero no creen, no porque verdaderamente tengan dudas fundadas de lo que puede revelar o esconder la investigación ministerial, sino que dudan por una cuestión de formación política y de posición sistemática. Es decir, dudan porque tienen que dudar; y una vez resuelta esa primera situación, sólo han ido buscando los argumentos —a veces coyunturales, a veces de fondo— para justificar su posición contraria.
La oposición, y sus grupos radicales, no reparan en que el Estado mexicano es mucho más que el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, y que ellos estarían terminando de pavimentar una incredulidad que más temprano que tarde llegaría a afectarlos a ellos mismos, si en los siguientes comicios ganan la Presidencia de la República.
Esta tendencia le hace mucho daño al Estado. No tendría por qué haber una fiscalía especial, o una comisión de la verdad, y mucho menos la necesidad de una investigación conducida desde el extranjero, cuando se supone que tenemos instituciones fuertes de procuración de justicia. Si haber más serenidad, más sentido de Estado, y menos manipulación, y frente a la posibilidad de instituciones débiles o poco confiables, lo que debiera estar ocurriendo es una exigencia unánime de que esas instituciones nacionales superen sus deficiencias y realicen una investigación ejemplar que pueda ser sostenibles frente a cualquier tipo de argumento en contrario.
Pensar en esas posibilidades que hoy se barajan a punto de cumplirse un año de la desaparición de los normalistas, no hace sino alimentar la desconfianza que sirve de alimento diario a los grupos que sólo quieren oponerse sin tener convicción alguna por conocer la verdad. Y entre esas dos situaciones, hay un mar de distancia que es en donde hoy podría comenzar a ahogarse la verdad real sobre la desaparición de los normalistas.
SÍ, FUE EL ESTADO
En un primer momento, se deben deslindar responsabilidades y castigar a los criminales que, desde el Estado o con su aquiescencia, perpetraron ese horrendo crimen. Sin embargo, se juzgue por secuestro o por desaparición forzada, de todos modos el Estado tendrá después que enfrentar su responsabilidad internacional. Al margen de las sanciones internas, ese es un delito de lesa humanidad, que dentro de algún tiempo sentará a México en el banquillo de los acusados al menos ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos.