+ Pacto de gobernabilidad debería apuntar hacia transformación, no hacia la impunidad
México ha sido un ejemplo particular de cómo pueden darse los cambios de régimen sin que se dispare una sola bala. Ocurrió en el año 2000, cuando de forma pacífica, civilizada y por la vía democrática, el PRI entregó al PAN el poder presidencial que había ostentado por más de setenta años. Hoy, no sólo de cara a la elección presidencial de 2018 sino del momento caótico por el que atraviesa el sistema institucional, pareciera que la única ruta posible es la de una segunda alternancia de partidos en el poder con Andrés Manuel López Obrador. Suponiendo esta posibilidad, ¿tendría que ser una segunda transición pactada? Y si sí, ¿a cambio de qué?
En efecto, hay circunstancias que hacen por demás imprevisible quién será el próximo Presidente de México. En los últimos años —y teniendo enfrente el ejemplo abrumador de la reciente elección presidencial estadounidense— se ha constatado el hecho de que hoy las encuestas son todo, menos un aliciente para los pronósticos electorales.
En esa lógica, habría que añadir que hoy Andrés Manuel López Obrador es el principal aspirante presidencial en las encuestas, a partir de que es el único político mexicano que abiertamente está haciendo campaña con miras a una tercer candidatura en 2018, y de que esa popularidad se intenta enlazar con la mala percepción que tiene la gente del gobierno, como única conexión posible para una eventual derrota priista y/o triunfo anticipado del inminente candidato presidencial de Morena.
Sin embargo, dentro de la posibilidad de una segunda alternancia pactada, habría que considerar no sólo las condiciones favorables que se le estarían poniendo a López Obrador para ayudarlo a llegar ahora sí a la Presidencia, sino sobre todo las condiciones del país. ¿De qué hablamos? De que la posibilidad de una segunda transición arreglada entre los partidos que reiteradamente se disputan el poder, tendría que pasar por variables hasta ahora inexploradas entre los grupos de poder, y tendrían que apuntar a cambios institucionales de fondo más que a cuestiones de revisión de ejercicios, protección judicial e impunidad.
¿De qué hablamos? De que si el signo distintivo del viejo PRI en el poder radicó en el reparto del poder como fórmula para mantener la hegemonía del partido gobernante, los tiempos de la primera transición han tenido como rasgo diferenciador el florecimiento de la corrupción. Es cierto que el sistema institucional de México nunca ha sido particularmente un ejemplo de honestidad ante el mundo.
Sin embargo, queda claro que nunca como en los últimos tiempos el poder público se utilizó con fines de beneficio particular, y que a pesar de que los últimos 15 años han sido de gran abundancia presupuestal, México enfrenta problemas mayúsculos por no poder demostrar que ejerce correctamente los recursos públicos del presupuesto federal, y que eso mismo ha pasado en los gobiernos estatales y municipales que lamentablemente han sido extensiones de esa corrupción galopante que distingue al poder público de la primera transición.
En esa lógica valdría preguntarse cuáles serían las condiciones, puestas desde el poder, para generar una segunda alternancia pacífica y, de hecho, allanarle el camino a López Obrador como pareciera —aunque es muy temprano aún para afirmarlo— estar ocurriendo. Y no obstante que junto a esas condiciones puestas desde el poder para generar un nuevo cambio de régimen, hoy sería imposible no hablar de las condiciones que impone el país. a esa nueva circunstancia tendrían que atenerse los cambios y los pactos, para ser verdaderamente de fondo y para darle viabilidad real a la democracia y a las instituciones en México.
CONDICIONES
Sobre el primer tipo de condiciones, López Obrador ha dado ciertas luces. Hace algunos meses, por ejemplo, dijo que de llegar a la Presidencia en 2018 no perseguiría a la mafia en el poder. Eso lo dijo, según él, en aras de no asustarlos y, más bien, de invitarlos a que dejen voluntariamente el poder y no se apresten a orquestar un nuevo fraude electoral.
Sin embargo, todo aquel que conoce la operación real del sistema político en México sabe que a nivel municipal, estatal y federal han existido siempre esos pactos que lo que buscan es impunidad entre quien entrega y quien recibe el poder, sin pasar por una transformación de las instituciones y las reglas del juego. Es, de hecho, harto común escuchar historias, inventadas o reales, de cómo entre gobernantes (salientes y entrantes) se generan complicidades, acuerdos, asociaciones de negocios y hasta continuidad en las prácticas corruptas.
¿Eso sería suficiente para generar no el arreglo de la entrega del poder, sino la estabilidad de un eventual gobierno de López Obrador? Evidentemente, no. Pues hoy en día queda claro que las condiciones necesarias para la estabilidad del gobierno pasan ya no nada más por los acuerdos entre cúpulas. Hoy, de hecho, la agenda nacional está atiborrada de temas que ya no pasan por los desacuerdos entre gobernantes, sino por el tiradero administrativo generado por las últimas tres administraciones federales, y por la obsolescencia del propio sistema de gobierno.
En esa lógica, lo primero que tendría que desmontarse es la idea de que el pacto de impunidad es suficiente para lograr una segunda alternancia pactada. De llegar a la presidencia, sería insostenible un Andrés Manuel López Obrador —o quien sea que llegue al poder en 2018— que no revise a fondo a sus antecesores, y no sujete su actuación a los nuevos parámetros del Sistema Nacional Anticorrupción.
Ello significaría una primera aduana que ya no está en el margen de operación de los partidos o los gobernantes, sino que constituye una estruendosa demanda ciudadana. Por eso, a estas alturas pensar que la impunidad es un buen pasaporte al poder, resulta un contrasentido similar al de quienes pensaban que con el Pacto por México, el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto se ganaría el respaldo popular y lograría la permanencia inmediata del PRI en la presidencia.
Junto a ello, hay una segunda aduana que tendrá que cruzar López Obrador, o quien sea Presidente, si quisiera obrar en la lógica de una segunda alternancia pactada —o, incluso, sin ella. ¿De qué hablamos? De que quien llegue al poder en 2018 debe entender que el ejercicio del poder no puede seguirse dando en las mismas condiciones que ahora. Bajo el modelo actual, los tres últimos presidentes han comenzado a agonizar políticamente después del tercer año de gobierno, cuando se quedan sin márgenes de maniobra a partir de que la ciudadanía es castiga en la integración del Poder Legislativo, por las decisiones de la primera mitad de su gobierno. El cambio tendría que ser profundo y basado en las necesidades funcionales de la administración, y del país, para poder generar no un nuevo régimen de partido hegemónico o un caudillismo, sino un sistema democrático basado en la certidumbre.
PACTO DE GOBERNABILIDAD
¿Qué tendría que ocurrir, con una segunda transición pactada —y aún sin ella? Un pacto de gobernabilidad y de corresponsabilidad, no basado en reformas temáticas y aisladas como el Pacto por México, sino tendiente —ahora sí— a reformar el poder. El pacto de impunidad, a estas alturas, resultaría no sólo inviable y corto, sino hasta peligroso. Más bien, para no matar a la gallina de los huevos de oro que ha sido México, con transición pactada o no, quien asuma el poder en 2018 tendrá que pensar en el replanteamiento más amplio y profundo del sistema democrático y de gobierno en México, desde 1917.