+ Las entidades federativas sin controles efectivos; el SNA no muestra eficacia
Parecería hasta una burla afirmarlo, pero todavía unos días antes de dejar la gubernatura de Veracruz, Javier Duarte de Ochoa era, institucionalmente, uno de los 32 hombres más poderosos de la geografía nacional. Ello es una muestra de que a pesar de la aparente voluntad del gobierno federal por perseguir y castigar a los gobernadores y funcionarios corruptos, en realidad la gran sacudida institucional que necesitaría el Estado mexicano sigue sin llegar, y que sigue siendo más fuerte —para bien o para mal— la presión política del gobierno federal, que el cada vez más deslucido y maltrecho Sistema Nacional Anticorrupción, que aún sin haberse puesto en marcha ya parece un producto constitucional que nació muerto.
En efecto, Duarte era Gobernador Constitucional de una entidad; ostentaba un poder público emanado y convalidado por el voto popular, y tenía bajo su control una de las entidades federativas económicamente más poderosas en el país. Gobernaba a plenitud a pesar de las reiteradas denuncias por corrupción y desvíos; la Auditoría Superior de la Federación se quejaba amargamente de no poder hacer más en contra del mandatario veracruzano. Y hasta hace pocas semanas, el gobierno federal no había dado ninguna señal de querer intervenir en la preocupante situación de aquella entidad federativa. ¿El caso Duarte será un incentivo contra la corrupción?
Pues, de hecho, la caída de Duarte se explica en unos cuántos días, y en eso tuvo mucho que ver la presión política que ejerció en su contra el gobierno federal, más que los efectivos controles constitucionales y legales de combate a la corrupción, o lo que pudieran hacer las instituciones encargadas del ejercicio del gasto público o las encargadas de la fiscalización de los recursos.
Básicamente, Duarte de Ochoa fue obligado a pedir licencia cuando el Presidente de la República entendió que, o protegía al Gobernador a cambio de la propia estabilidad política de su gobierno, o lo entregaba a la justicia como forma de lavarse la cara frente a los mexicanos, y demostrar algo de voluntad por el combate a la corrupción. Ello convalidó, silenciosamente, el hecho de que la presión política del Presidente —que, en sentido contrario, puede fungir como un manto protector contra las acciones del mismo Estado— sigue teniendo más influencia y poder en México que las instituciones del Estado.
Duarte a esas alturas era ya indefendible, y por esa razón el gobierno federal lo único que hizo, con su licencia y con los expedientes penales que se abrieron, fue confirmar que todas las denuncias de corrupción existentes en su contra, tenían una base judicial. De hecho, fue la sociedad mexicana —sociedad civil organizada, medios de comunicación, organizaciones y hasta las redes sociales— quienes mucho tiempo antes habían demostrado el talante autoritario y corrupto de Duarte de Ochoa, y sólo hacía falta que la autoridad estableciera un criterio frente a esas evidencias.
Desde antes ya se había hablado de las amenazas de Duarte contra la prensa, del brutal dispendio de recursos económicos del gobierno veracruzano, de la existencia de redes de corrupción y blanqueo de recursos; de la ostentosa vida del Gobernador y de su familia, y de la forma abierta en la que utilizaba al gobierno en un sentido claramente patrimonialista, al margen de cualquier temor relacionado con la justicia, con su futuro e incluso con su prestigio luego que dejara de ser Gobernador.
¿Qué hizo el gobierno federal? Atender al llamado a la justicia, pero de acuerdo a su calendario. Por eso, no es mérito del gobierno del presidente Enrique Peña Nieto estar procesando y haber capturado a Duarte, en una aparente ‘cacería’ de la PGR: lo hizo quizá un año y medio después de que se constatara la calaña del ahora ex Mandatario, y de que existieran evidencias que permitieran la integración de denuncias penales por la posible comisión de diversos delitos.
Además de todo eso, lo persiguió laxamente durante sus primeras semanas como ex Mandatario, y sólo apresuró su búsqueda y localización cuando se le atravesó el calendario electoral del Estado de México, en el que uno de los temas principales de la agenda de los partidos de oposición era justamente la impunidad prohijada a Duarte en su fuga.
¿Y LOS DEMÁS?
Hoy Javier Duarte está en prisión y es el ejemplo negro nacional del mandatario corrupto al que lo alcanza la justicia. Sin embargo, para que eso pasara tuvo que haber una descomunal presión de la sociedad, y la demostración brutal de que la fuga y la impunidad de Duarte eran directamente proporcionales a la caída en los índices de popularidad del presidente Peña Nieto y, lo más importante, de las preferencias electorales del PRI rumbo a la contienda electoral por la gubernatura del Estado de México, y las elecciones presidenciales de 2018, en las que se ve muy complicado que el PRI pueda refrendar el triunfo en la Presidencia de la República.
Sin embargo, al margen de todo eso la cuestión que sigue pendiente, es saber si el gobierno federal hará lo mismo con otros ex Mandatarios que también son señalados de corrupción. El asunto se vuelve relevante no sólo cuando se aprecia el contraste entre la vida de lujos, excesos e impunidad que envuelve a los Gobernadores, y la vida de resto de las personas; sino que hoy, además, esos lujos son directamente proporcionales al nivel de deuda y de los problemas financieros que enfrentan las entidades federativas, de cara a la reducción presupuestal que se viene para el año próximo.
Esa crisis generalizada del país —que no fue causada únicamente por los gobernadores, pero que sí forman parte del cúmulo de problemas que enfrentan los estados del país y el gobierno federal— hará sufrir a muchas personas; y todo se ahondará cuando comiencen —si no es que ya iniciaron— a verse los estragos que están causando la irresponsabilidad, la corrupción y los excesos cometidos por muchos gobernadores, en el ejercicio de sus funciones. El mexicano común está particularmente agraviado no sólo por la crítica situación en que subsiste, sino también porque durante mucho tiempo se ha prometido combate a la corrupción pero se ha procurado exactamente lo contrario.
Por eso el gobierno federal está urgido de procesar a Duarte, y quizá, si tiene voluntad, también lo esté de ir en contra de otros mandatarios que están directamente detrás de Duarte en la lista de procesados: Roberto Borge, César Duarte y Guillermo Padrés, entre otros que podrían no estar tan visibles —como es el caso del ex Gobernador de Oaxaca— pero que también enfrentan señalamientos por posibles actos indebidos. Y lo que sería realmente relevante es que no sólo tuviera voluntad política sino que estableciera los controles que ahora no existen, y que permitieron que Javier Duarte llegara al extremo de la ignominia que lo tiene también al borde de la prisión.
PARADOJAS
Por todo eso, resulta también muy preocupante el doble rasero del combate a la corrupción: por un lado se persigue implacablemente a algunos corruptos sólo para quedar bien con la ciudadanía, pero por el otro extremo, y al mismo tiempo, se entorpece por todos los medios posibles, y en una auténtica conspiración de la partidocracia contra el propio Estado, el arranque del Sistema Nacional Anticorrupción. ¿O cómo se le puede llamar a la demora de más de un año en el nombramiento del Fiscal Anticorrupción, en el Senado?