Con la elección de Edomex se confirma el agotamiento del sistema actual

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+ Deben buscar vías alternas al modelo electoral y a la organización política


A pesar de los números, los triunfalismos y las resistencias, es claro que en la elección del Estado de México sólo hubo perdedores: perdieron los partidos, porque con la descarnada competencia sólo lograron demostrar la ineficacia de las complejas y costosas instituciones y las normas electorales que ellos mismos crearon; perdió el sistema político, porque de nuevo se constató la incapacidad actual para sobrellevar el modelo electoral y de gobierno bajo las condiciones actuales; y una vez más perdió el sistema representativo porque al margen de los “ganadores”, todos los nuevos gobernantes fueron electos por agobiantes minorías. Y sobra decir que también perdió la ciudadanía.

En efecto, en los comicios del Estado de México, Coahuila y Nayarit hubo un común denominador: la baja competitividad real de los candidatos ante el universo total de ciudadanos votantes, y la complicada forma de lograr una victoria en un ambiente polarizado y atomizado, en el que cada vez es más difícil creer en la legitimidad de los resultados, gracias al enorme abuso de las prácticas ilegales para influir en el resultado de la elección.

En esa lógica, habrá que repensar bajo qué lógica se intentará realizar la elección presidencial de 2018 a partir de varios modelos que, al mismo tiempo, están alarmantemente agotados. Uno de ellos, es el modelo de la democracia representativa bajo la lógica del voto universal, libre, secreto y directo como mecanismo de elección de las autoridades; otro, es el del modelo presidencial en sus condiciones actuales; uno más radica en el modelo sexenal bajo el cual gobiernan los presidentes y gobernadores en México; y uno más, es el identificado con la partidocracia, que se sigue revelando como el núcleo insaciable que no respeta los límites ni las normas que ellos mismos crearon para definir los procesos democráticos.

Ante todo ello, queda claro que el agotamiento del modelo es sistemático en México. Pareciera, pues, que todo el sistema camina bajo rieles llenos de inestabilidad y riesgos de descarrilamiento a partir de la resistencia a algunas formas que ya deberían estarse discutiendo. Una de ellas, por ejemplo, tendría que estar encaminada a revisar la actual inestabilidad de los gobiernos de minoría, que ha habido en México durante los últimos tres sexenios.

Pues resulta que esa, que es una característica básica de todo sistema presidencial, en México no ha logrado sino generar parálisis y problemas de gobernabilidad y civilidad entre las fuerzas políticas. Los últimos tres presidentes mexicanos han gobernado con Congresos que no tienen una mayoría definida —es decir, que son plurales—, y que aún teniendo una mayoría simple —como ha sido el caso de Peña Nieto en las dos Legislaturas de su gestión— son insuficientes para dotar de certidumbre al gobernante para llevar a cabo su programa de gobierno —en el caso de tenerlo.

En México tendría que haber una discusión sería no sólo con relación a la segunda vuelta electoral como un mecanismo de legitimación de los gobernantes, sino sobre todo respecto a la necesidad de normar y llevar a la práctica los gobiernos de coalición, incluso si con ello tuviera que virar el modelo hacia un sistema semi parlamentario en alguno de sus rasgos. ¿Por qué es importante esto?

Porque a diferencia de las coaliciones electorales —de las que hemos visto muchas en México, y que sabemos perfectamente que no sirven para nada más que para ganar elecciones, aunque después se conviertan en un caos y se vuelvan contraproducentes a los resultados esperados por la ciudadanía—, las coaliciones de gobierno implican el establecimiento de compromisos y programas por cumplir.

El mecanismo que falta por establecer en la Constitución —porque la figura de los gobiernos de coalición ya existe, aunque en un marco muy laxo aún— es el relativo a qué se gana o se pierde al cumplir o incumplir con los compromisos del gobierno de coalición. En los sistemas parlamentarios, la ruptura de un gobierno de coalición trae como consecuencia la pérdida de mayoría parlamentaria al gobernante, y el riesgo de tener que convocar a nuevas elecciones.

Sin embargo, por la naturaleza misma del sistema presidencial, el Presidente goza de estabilidad en el cargo independientemente de que tenga mayoría o minoría legislativa, incluso como ha sido el caso de los tres últimos presidentes mexicanos que han gobernado con congresos mayoritariamente opuestos a su causa política.

SISTEMA AGOTADO

Todo eso revela que podría estar agotado el modelo del sufragio directo para elegir gobernantes. Esto es, que para elegir sólo se vota una vez y no hay posibilidad de convalidación para que el gobernante asuma con una mayoría definida. Es tal el caso de la segunda vuelta.

No obstante, lo que ocurre en México —y que quedó claro con la elección del domingo— es que cada vez votan menos personas —en el caso del Estado de México la votación fue de alrededor del 62 por ciento del universo votante—, y que de ese número relativo de votos todavía son menos los que terminan eligiendo a un gobernante. Así, por ejemplo, Alfredo del Mazo fue electo con menos de tres de cada diez votos posibles en la entidad que ahora gobernará. Y lo que eso revela es que paulatinamente se van haciendo minorías más concentradas las que eligen a un gobernante, dejando tras de sí una estela natural de ilegitimidad y enojo entre la ciudadanía, porque fueron más los que en conjunto votaron en contra que quienes terminaron eligiendo al gobernante.

Esa situación hace que también esté agotado el modelo sexenal, que irremediablemente debería cambiar en el corto o mediano plazo, pero que es de lo que menos aguanta del actual modelo. Pues tanto en el caso de Fox, como de Calderón y hoy de Peña Nieto, queda claro que su ilegitimidad electoral de origen rápido se combina con el desgaste natural de su gobierno, y por eso llegan a las elecciones intermedias sólo a perder la escasa comodidad legislativa que pudieron tener —en el mejor de los casos— en la primera mitad de su gobierno.

A partir de entonces, los tres presidentes se han dedicado a ser casi cadáveres políticos que se dedican únicamente a sumar pasivos políticos, descrédito, inconformidad ciudadana y, lo más importante, incapacidad para seguir gobernando dentro de los márgenes aceptables. Por eso, en el caso más reciente, Peña Nieto lleva dos años pululando únicamente administrando la crisis de su gobierno. Y mientras no cambie el modelo, quien sea el Presidente seguirá padeciendo exactamente de los mismos problemas, porque a estas alturas queda claro que el problema no sólo es el gobernante —y sí, aceptémoslo, Peña Nieto ha sido un Presidente desastroso, incluso a pesar de que de sus dos últimos antecesores no se puede decir algo muy distinto— sino que sobre todo el problema es el modelo.

RELEGITIMAR LA DEMOCRACIA

Por eso, con seriedad habría que pensar en mecanismos alternos para relegitimar la democracia, que se sigue desgastando aceleradamente por la falta de moderación de los propios partidos. Los mecanismos ya existen. No se trata de descubrir el hilo negro. Sólo falta que exista la voluntad de la partidocracia para deponer su voracidad y prestarse al cambio urgente que necesita el poder público para renovar su viabilidad.

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