Es demasiado pronto para suponer anticipadamente que ya hay un ganador en la carrera por la Presidencia de la República, y que por ende el destino del país está ya predeterminado. Lo es, porque hasta dentro de algunos días inician las campañas proselitistas; pero lo es mucho más, porque independientemente de quién gane, es muy probable que en México se mantenga la tendencia al triunfo de las mayorías relativas y de la pluralidad en los órganos legislativos. Más que para el resultado de la elección, los mexicanos debíamos estarnos preparando para los tiempos posteriores a la asunción del nuevo Presidente, porque sin duda aquel será el verdadero periodo de los grandes disensos y de las divisiones que tienen al borde del colapso a nuestro país.
En efecto, hoy en día todas las expectativas están puestas en las encuestas publicadas en la víspera del inicio de las campañas proselitistas. Todas, sin excepción, le dan a Andrés Manuel López Obrador una ventaja por demás cómoda, como el puntero en la preferencia de la ciudadanía. Ubican también a José Antonio Meade peleando fuertemente el segundo lugar en la contienda al panista Ricardo Anaya Cortés, aunque ambos colocados cuando menos 15 puntos de ventaja por debajo del tabasqueño.
Hasta ahora, todas las preocupaciones rondan sobre qué haría López Obrador de llegar a ser presidente. Hasta ahora, el Candidato Presidencial de la Coalición Juntos Haremos Historia, ha dicho por ejemplo que cancelaría las obras del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México; que dejaría sin efecto la reforma educativa que establece la evaluación como mecanismo de permanencia y promoción para los maestros del país; ha anunciado también que cancelaría la reforma energética, y que construiría nuevas refinerías para dejar de comprar combustibles refinados al extranjero.
Todo eso genera una enorme inquietud porque pareciera que López Obrador es un verdadero candidato antisistema, que según sus propias aseveraciones, iría en contra de varios de los pilares más importantes del establishment mexicano de los últimos tiempos, y particularmente de las reformas que impulsó el gobierno saliente. Todas esas inquietudes se convierten en preocupación, cuando las decisiones previsibles del candidato presidencial tocan intereses empresariales de alto nivel, e incluso se reflejan en cuestiones como el tipo de cambio de la moneda mexicana frente al dólar, o en la confianza —o desconfianza— que los mercados internacionales y calificadoras le dan al manejo financiero de nuestro país frente a decisiones de ese calado.
Hoy, de hecho, el país se enfrenta ante cuestiones que tienen que ver no sólo con la forma en que los mexicanos procesaremos la decisión democrática de elegir a nuestro próximo presidente, sino sobre a todo a la incertidumbre que está generando el propio proceso electoral como, sobre todo, lo que ocurra después de ello. Hay quienes ver una catástrofe con el solo hecho del resultado electoral, y hay también quienes confían en que “algo” va a ocurrir para salvar al país del populismo o de las posibles decisiones contrasentido del candidato presidencial que va a la cabeza en las preferencias electorales.
EL DÍA DESPUÉS DEL 1-J
Puede ganar la elección cualquiera de los tres candidatos presidenciales, pero hay algunas circunstancias determinantes que no van a cambiar: una de ellas, es que de todos modos, quien gane la elección presidencial, lo hará teniendo en contra a la mayoría de los votantes —y con ello el sostenimiento y la continuación del largo proceso de polarización y enfrentamiento que ha vivido nuestro país—; y la segunda, que de todos modos, casi de forma independiente a cuál sea el resultado electoral, de todos modos —y qué bueno— el país no superará el dilema democrático de los últimos 20 años, en el que el Poder Legislativo Federal queda integrado por una pluralidad de fuerzas que necesita aliarse para concretar cualquier acción legislativa.
Esas dos cuestiones son determinantes. Gane quien gane, de todos modos continuará viviendo en medio del complejo proceso de polarización y confrontación que ha caracterizado a nuestro país en los últimos tiempos. Los partidarios de una u otra fuerza, dan por hecho que al ganar su candidato habrá una victoria/derrota determinante para los adversarios, y que entonces podrán gobernar con homogeneidad y consensos. Nada más alejado de la realidad, porque quien resulte ganador seguirá enfrentándose a una mayoría votante reclamándole todas y cada una de las decisiones que tome, y reclamándole a sus representantes populares —como ocurre hoy con los antiguos aliados del PRI y del presidente Enrique Peña Nieto— por trabar cualquier tipo de acuerdo con el oficialismo.
La segunda circunstancia es todavía más compleja. La pluralidad en estos años le ha dado al país relativamente pocos dividendos. La contracara de ese comentario, radica en el hecho de que esa pluralidad ha sido la que ha contenido las tentaciones autoritarias de todos los presidentes, y quizá sea la que se convierta en un dique a cualquier vocación de autocracia de quien pueda convertirse en Presidente luego de las elecciones del 1 de julio.
Los riesgos de eso están a la vista. Quien resulte Presidente sentirá de inmediato el rechazo y el reproche de aquellos que quieren ver los cambios inmediatos que prometió, y además sentirá la presión de quienes por convicción y de origen —e independientemente de cualquier decisión que tome— no están de acuerdo con él, y buscarán bloquearlo en las principales decisiones que tome, e iniciativas que impulse como Presidente.
El riesgo del escenario es extraordinario. A partir de eso puede comenzar un proceso profundo de aún mayor divisionismo entre la población mexicana; de gobernantes con mayores problemas y dificultades para ejercer sus funciones; y también de mayores riesgos de que esas posiciones irreconciliables se conviertan en el pivote de victimizaciones que contribuyan a ahondar la división entre los mexicanos. Hasta ahora, la fórmula política —sobre todo de quien ha buscado en reiteradas ocasiones convertirse en Presidente— ha sido la de victimizarse y señalar a sus opositores como responsables y orquestadores de sus malos resultados. No ha asumido su propia responsabilidad en ello. Y eso da pauta de que podría repetir la estrategia frente a sus opositores, pero ya siendo Presidente.
RIESGO POSIBLE
El resultado sería una polarización mayor a la actual. Ello implicaría un proceso oprobioso de descomposición y enrarecimiento político, que finalmente podría desencadenar —ahora sí— en la “liberación” del tigre al que hace unos días hizo alusión López Obrador. En el fondo, no se necesita un fraude electoral para encender el ánimo ciudadano. Se necesita únicamente la dialéctica correcta para denunciar las resistencias, e impulsar su rechazo a través de vías violentas. El país corre ese riesgo. No lo perdamos de vista.