Adrián Ortiz Romero Cuevas
Existen por lo menos tres tipos de motivaciones para la realización de actos violentos en una sociedad: la violencia por razones sociales; la motivada por cuestiones ideológicas o políticas; y la que genera la delincuencia. Son tres facetas de un mismo problema. Y de forma recurrente, hemos padecido de las tres en México, con la posibilidad casi inminente de que la violencia criminal se termine de desbordar en escenarios tan escalofriantes como el de Ecuador.
En efecto, en las últimas décadas el sureste mexicano ha sido escenario de los tres tipos de violencia: Michoacán ha tenido una larga historia de combate y sometimiento institucional al crimen organizado; el Estado de Guerrero, a su vez, ha sido un escenario recurrente de la violencia generada por grupos guerrilleros demandando cuestiones políticas; y Oaxaca lo fue en el 2006 con el más complejo —e irresuelto— conflicto social de que se tenga memoria en el México de los últimos tiempos.
Aunque los tres tipos de escenarios han estado presentes en México, lo cierto es que ninguno de ellos ha adquirido la escala nacional, que hoy enfrenta la nación ecuatoriana frente a los grupos delincuenciales que abiertamente pretenden someter a sus intereses a todo el orden institucional. ¿Debemos considerar la posibilidad los mexicanos de vernos en el espejo de Ecuador?
Vale la pena, para responder esa pregunta, considerar el contexto de las violencias ocurridas en nuestro país. Durante el periodo comprendido entre las décadas de los setenta y ochenta en México, las reivindicaciones de los grupos violentos eran eminentemente políticas y demandaban el cambio del modelo de Estado y de la forma de gobierno. Las organizaciones beligerantes no tenían como propósito ninguna actividad económica o criminal, y sus demandas sociales estaban supeditadas a las cuestiones ideológicas y políticas.
Ello mismo se replicó en Chiapas en 1994 con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional: aunque sus exigencias eran mucho más sociales que políticas, aquel también fue catalogado como un grupo guerrillero que, sin embargo, sólo le declaró la guerra al gobierno federal, pero sin repudiar expresamente las delimitaciones institucionales establecidas en la Constitución de 1917. Esa fue, como lo señalan diversos autores, más una guerra intelectual y de propaganda, que una confrontación armada. Y quizá después de ese gran movimiento sólo ocurrieron las apariciones aisladas de algunas organizaciones guerrilleras en estados del centro y sureste de la República, que asimismo tuvieron más expresiones y demandas políticas que acciones armadas.
En este repaso somero, es importante señalar que el otro tipo de violencia fue el ocurrido en Oaxaca durante el 2006, el cual tuvo claros matices de acciones emprendidas por ciertos reclamos sociales. En el conflicto magisterial y popular de aquel año no se realizaron acciones armadas ni de sabotaje. Más bien fueron acciones concretas de hostigamiento a algunos sectores y a algunas instalaciones del gobierno.
Predominaron la movilización y las acciones organizadas para la toma de instalaciones gubernamentales, de medios informativos y de vías de comunicación como carreteras o aeropuertos. Pero todas las acciones fueron siempre realizadas por organizaciones sociales que no ejecutaron acciones armadas —había plantones, cacerolazos y brigadas— sino actos perpetrados gracias a la organización de los grupos inconformes.
VIOLENCIA CRIMINAL
No obstante, hoy vemos que las expresiones de violencia motivadas por la criminalidad van en aumento. En el pasado fueron entidades como Michoacán —asolada por la Familia Michoacana, luego derivada en Caballeros Templarios, y de ahí en una serie de organizaciones criminales de distintas denominaciones, aunque todas sucesivamente más violentas las posteriores que las anteriores— o algunas del norte del país. Pero hoy vemos regiones completas dominadas por grupos delictivos con creciente violencia y poder de fuego.
México es una nación que goza de una estructura y fortaleza institucional más consolidada. Por esa razón, nunca se ha podido si quiera considerar que la estabilidad o la paz nacional han estado en riesgo por la violencia de la delincuencia organizada. No obstante, eso no significa que no haya signos cada vez más evidentes del involucramiento entre los delincuentes y la política, lo que deriva en que los gobiernos dejan hacer y dejan pasar a cambio de no ser blanco de la violencia; o derivado de acuerdos políticos o económicos con las organizaciones criminales.
Aún con ello no hay que dejar de ver lo que ocurre en Ecuador, o lo que pasó antes en El Salvador. En ambos países no se realizaron actos violentos como mecanismos de propaganda para reivindicaciones sociales o demandas ideológicas. Fueron grupos delincuenciales, los que de forma pura y dura intentaron someter a las autoridades de esas naciones.
La respuesta de El Salvador a la llamada Mara Salvatrucha y demás pandillas violentas, ha sido muy cuestionada por pasar por encima de las libertades y derechos fundamentales de amplios sectores de la población, aunque se reconoce que ciertamente han sido eficaces en el control de la criminalidad. Empero, tarde o temprano el Estado Salvadoreño tendrá que responder ante el concierto internacional por el regateo que ha hecho a los derechos humanos, buscando la eficacia en las tareas de seguridad.
El caso ecuatoriano es más complejo aún. Ahí la presencia de grupos criminales —muchos de ellos ligados a cárteles mexicanos— ha sido amplia y tolerada al menos en las dos últimas décadas. Ello permitió el crecimiento exponencial de las pandillas en un escenario en el que no se construyó una capacidad de respuesta por parte de las instituciones, ante un posible desbordamiento de la violencia criminal para intentar someter al Estado. El resultado es esta guerra declarada que vemos hoy, en el que el gobierno de aquella nación decidió sacar al ejército a las calles para tratar de contener la crisis de seguridad. Y hoy aún nada garantiza que lo logren.
En este punto vale volver a la pregunta inicial: ¿Debemos considerar la posibilidad los mexicanos de vernos en el espejo de Ecuador? Evidentemente, debemos considerarlo. Es cierto que no padecemos la debilidad institucional de otras naciones centroamericanas o sudamericanas; pero también es cierto que gran parte de la violencia criminal que ocurre en esas naciones es consecuencia de la fortaleza de las organizaciones delincuenciales mexicanas, que tienen sus sucursales y socios en aquellas latitudes.
Habrá que ver con seriedad qué tanta eficacia o riesgos conlleva la política actual de seguridad, y cuáles pueden ser las consecuencias a mediano y largo plazo de consecuentar la presencia criminal y sus influencias en cada vez más porciones del territorio mexicano.
EPITAFIO
¿Oaxaca es ajeno a los problemas de seguridad que aquejan a otras regiones del país? Evidentemente, es todo menos una ínsula. La capital oaxaqueña es un botón de muestra cada vez más evidente de ello. Abundaremos.
@ortizromeroc
@columnaalmargen