Adrián Ortiz Romero Cuevas
Ante las recientes renuncias de militantes al Partido Revolucionario Institucional en Oaxaca, el excandidato a la gubernatura Alejandro Avilés Álvarez soltó una frase que dibuja perfectamente una de las razones de fondo de la debacle priista entre sus militantes. En la red social Twitter, Avilés espetó: “El que es chalán es chalán… aquí o allá… sea rojo o sea verde…”. Instalado en la arrogancia y quizá sin querer, el también diputado local dibujó exactamente la razón por la que su partido perdió estrepitosamente no sólo los comicios, sino también gran parte de su base social y su militancia en la entidad.
En efecto, la semana pasada se realizó una reunión entre militantes y representantes populares emanados del Partido Verde con el gobernador Salomón Jara. Ahí aparecieron dos personajes que hasta entonces se habían considerado priistas, los cuales se sumaron a otros más que también han dejado las filas tricolores en el pasado reciente para integrarse a esa fuerza política aliada a Morena. Las reacciones no se hicieron esperar, desde aquellos que lamentaron la decisión de sus ex compañeros de partido, hasta aquellas que rayaron en el franco insulto. Pero de entre todas ellas resaltó la postura Avilés, quien tildó de “chalanes” a los que se fueron.
En esto, habría que preguntarse si no en medio de la ira Avilés fue traicionado por sus propias emociones. ¿Por qué llamar “chalán” a alguien? Un chalán, todos los sabemos en México, es un ayudante. En la albañilería, un chalán es el peón, que se encarga de las tareas más pesadas y menos relevantes; en prácticamente todos los demás oficios se les denomina así a las personas que son aprendices o que no poseen ninguna categoría dentro del escalafón técnico.
En lo político y en lo partidista, igual que en todos los demás trabajos, se supone que esos rangos son de formación y de entrenamiento. Así, si el término chalán se equiparara a lo político entonces estos serían quienes llevarían a cabo las tareas básicas: activismo, propaganda, rutas y promoción del voto. Y, paradójicamente, se supone que esa fue una de las razones de mayor peso por las que fue designado Alejandro Avilés como candidato a la gubernatura: porque al haber sido un militante de base, se supone que había “chalaneado” lo suficiente como para conocer todos los estratos de la estructura electoral y ser aceptado por todos.
La memoria es muy corta, pero cuando fue anunciada su candidatura, propios y extraños dentro del PRI reconocieron que Avilés era un elemento aglutinador de todas las corrientes internas, por haber sido alguien que recorrió todas las estructuras y todas las responsabilidades dentro del partido. Así lo dijeron prácticamente todos los militantes distinguidos del priismo en la entidad. Y lo expresaron además porque Avilés representaba la contracorriente al sentido cupular y patrimonialista con el que se había manejado el partido en el sexenio que concluía: mientras el gobierno estaba en manos de una sola familia que se sentía con una especie de derecho de sangre para gobernar, él representaba el encumbramiento de las bases a través de su candidatura.
Avilés no podía sustraerse de la inercia de su partido, y parecía ser el dique de contención a ello: durante la administración de Alejandro Murat, un puñado de familias —sí, de familias— se encumbraron en el poder y establecieron las prioridades del partido: todos debían trabajar para que los integrantes de esas familias siguieran ocupando los cargos relevantes. En algunos casos por la vía de los cargos en la administración pública; otros, por la vía de los procesos electorales, y los más encumbrados a través de la vía plurinominal.
Todos debían trabajar para que esas familias ocuparan los cargos, como si éstos fueran los tiempos de la España borbónica que distinguía entre criollos y peninsulares como referente esencial para el reparto de las responsabilidades públicas, y como si unos fueran los designados para las tareas públicas a partir del linaje y no del trabajo de campo, y los “chalanes estuvieran exclusivamente destinados a ser los ejecutantes de las tareas esclavizantes para que los elegidos de arriba gozaran de los ya conocidos privilegios.
¿QUE SE VAYAN…?
Quizá no lo pensó demasiado y Avilés lo soltó como una más de las puntadas de creatividad que ha demostrado tener para enviar mensajes en las redes sociales. El problema es que el arrebato venía cargado de una verdad que les está explotando en la cara. Es hoy imposible explicar por qué los únicos espacios con los que cuenta el PRI en Oaxaca —y ni se diga en la anterior administración— son ocupados por los hijos, los hermanos, las esposas y los socios de la cúpula priista, y no por militantes de base.
Evidentemente, eso es algo que les está haciendo mucho daño. Más allá de si Rafael Vichido fue o no un militante priista relevante, si hizo o no trabajo político para su ex partido —que sí lo hizo— y que si son intereses económicos lo que hoy lo están moviendo a cambiarse de partido, lo cierto es que el diagnóstico va mucho más allá de él.
Implícitamente, es lo que está demostrando el gobernador Salomón Jara al incluir en la administración pública a toda una pléyade de personajes que nunca habían tenido un espacio más allá del chalaneo de los partidos: silenciosamente, está haciendo la reivindicación con sus aliados de abajo, que el PRI nunca supo hacer. Ahí pesaron siempre más los apellidos, los linajes y el ius sanguinis, que la militancia real que se forma en la fila para acceder algún día a las responsabilidades públicas. Por eso el gobierno de Alejandro Murat fue como fue —lleno de frivolidades—, y terminó como terminó —en la derrota.
Quizá en este punto el PRI debía de ser más modesto en la autocrítica y reconocer los errores, no de la dirigencia actual, sino de sus manejadores del pasado. Hoy Avilés, Javier Villacaña y demás están recogiendo un desastre que ellos no provocaron, pero del que sí están conociendo las consecuencias. Debían preguntarse con seriedad cuál sería su postura si a ellos les llamaran ligeramente “chalanes” cuando han entregado su vida y sus convicciones políticas a una causa que ha encumbrado inmerecidamente a muchos, pero que al mismo tiempo ha despreciado reiteradamente a mujeres y hombres que han dado todo para ver ganar a su partido, aunque al final los dejen en las mismas.
Este tendría que ser el punto de abandonar la soberbia y reconocer que ellos son lo que son, y están donde están, gracias al trabajo de los chalanes y de todos los militantes y simpatizantes de su partido. A ellos no habría que despreciarlos sino reconocerlos, máxime hoy que enfrentan un acelerado proceso de desmantelamiento orquestado desde el poder. Asumir la postura fácil de “no te necesito” y apartarse de cualquier forma de autocrítica, simplemente revela el estupor que silenciosamente les provoca no que los abandonen sus militantes distinguidos, sino los elementos a los que incluso en la devastación continúan menospreciando.
Avilés no debía olvidar su origen. Es justo lo que lo hace ser ese personaje querido y aceptado por sus propios militantes. Chalanear no es indigno. Lo indigno es servirse del trabajo de los demás y ni siquiera tener pudor para reconocerlo. En fin…
EPITAFIO
Más allá de los arranques y las poses políticamente correctas, tanto en la Fiscalía General como en el Poder Judicial deberían establecer con precisión cuáles fueron las razones por las que le cambiaron la medida cautelar a Juan Vera Carrizal y, sobre todo, qué están haciendo para garantizar que no se sustraiga de la justicia. El derecho penal no se aplica por mayoría de razón. No bastan posturas ni indignaciones, sino acciones para dar certidumbre de que el juicio continuará hasta resolver las cuestiones de fondo.
@ortizromeroc
@columnaalmargen